Bradbury - En una estación de buen tiempo


En una estación de buen tiempo (1957)

George y Alice Smith bajaron del tren en Biarritz un mediodía de verano y antes que pasase una hora ya habían ido del hotel a la playa, se habían metido en el mar y habían salido a tostarse en la arena.

Al ver a George Smith quemándose allí, tendido, abierto de brazos y piernas, uno hubiera pensado que era sólo un turista que había sido traído en avión, fresco, congelado como una lechuga, y que pronto sería trasbordado. Pero aquí estaba un hombre que amaba el arte más que la vida misma.

—Vaya... —suspiró George Smith.

Otra onza de transpiración se le escurrió por el pecho. Evapora el agua corriente de Ohio, pensó, y luego bebe el mejor bordeaux. Deposita en tu sangre rico sedimento francés, ¡y verás con ojos nativos!

¿Por qué? ¿Por qué comer, respirar, beber todo francés? Porque así, con el tiempo, empezaría a entender realmente el genio de un hombre.

Se le movieron los labios, formando una palabra.

—¡George? —Su mujer asomó sobre él.— Sé lo que pensabas. Puedo leerte los labios.

George Smith no se movió, esperando.

—¿Y?

—Picasso —dijo Alice.

George Smith se estremeció. Algún día ella aprendería a pronunciar ese nombre.

—Por favor —dijo Alice—. Descansa. Sé que oíste el rumor esta mañana, pero tendrías que verte los ojos..., ese tic otra vez. Bueno; Picasso está aquí, en la costa, a pocos kilómetros, visitando a unos amigos en una aldea de pescadores. Pero tienes que olvidarlo o te arruinarás las vacaciones.

—Desearía no haber oído nunca ese rumor —confesó George Smith.

—Si por lo menos te gustaran otros pintores —dijo Alice.

¿Otros? Sí, había otros. Podía desayunarse satisfactoriamente con las peras otoñales y las ciruelas de medianoche de las naturalezas muertas de Caravaggio. Para el almuerzo: esos girasoles de Van Gogh, retorcidos, chorreando fuego, esas flores que un ciego podría leer pasando rápidamente los dedos chamuscados por la tela en llamas. ¿Pero el gran banquete? ¿Los cuadros que le reservaba a su paladar? Allí, cubriendo el horizonte, como un Neptuno naciente, coronado de algas, alabastro, y coral, y blandiendo pinceles como tridentes en los puños de uñas de cuerno, y con una cola de pez suficientemente grande como para derramar lloviznas de verano sobre todo Gibraltar... ¿quién, si no el creador de Mujer delante de un espejo y Guernica?

—Alice —dijo George Smith pacientemente—, ¿cómo explicártelo? Viniendo en el tren pensé: Señor, ¡es todo territorio de Picasso!

¿Pero era así realmente?, se preguntó. El cielo, la tierra, la gente, los ruborosos ladrillos rosados aquí, los balcones de espirales de hierro azul eléctrico allá, una mandolina madura como una fruta en las manos de mil huellas digitales de algún hombre, jirones de carteleras que volaban como confetti en los vientos nocturnos..., ¿cuánto era Picasso, cuánto George Smith que miraba fijamente alrededor con apasionados ojos picassianos? Renunció a una respuesta. Aquel viejo había destilado trementinas y aceite de linaza tan enteramente a través de George Smith que los líquidos le habían modelado el ser, todo período azul a la caída de la tarde, todo período rosa a la hora del alba.

—He estado pensando —dijo George Smith en voz alta—, si ahorramos dinero...

—Nunca tendremos cinco mil dólares.

—Ya sé —dijo George serenamente—. Pero es hermoso pensar que podemos reunirlos un día. ¿No sería magnífico ir a verlo y decirle: "Pablo, ¡aquí tienes cinco mil! Danos el mar, la arena, aquel cielo, o cualquier cosa vieja que se te ocurra, y seremos felices..."?

Pasó un rato y Alice le tocó el brazo.

—Sería mejor, me parece, que ahora te metieras en el agua —dijo.

—Sí —dijo él—. Sería mejor.

Un fuego blanco subió derramándose cuando George Smith cortó el agua.


A la tarde, George Smith salió del mar y entró en el mar con los vastos y rebosantes movimientos de la gente ya sofocada, ya fresca, que al fin, al declinar el sol, con colores de langosta, de gallinas de Guinea y de pollos asados en los cuerpos, regresó trabajosamente a sus hoteles de tortas de bodas.

La playa fue un desierto de innumerables kilómetros y kilómetros. Sólo quedaron dos personas. Una era George Smith, con la toalla al hombro, preparado para un último acto de devoción.

Lejos en la costa otro hombre más bajo, cuadrado de hombros, caminaba a solas en el día tranquilo. Estaba muy tostado, el sol le había teñido casi de color caoba la afeitada cabeza, y los ojos claros le brillaban como agua en la cara.

El tablado de la playa estaba armado; pocos minutos más y los dos hombres se encontrarían. Otra vez el Destino arreglaba las escalas de los sobresaltos y las sorpresas, las partidas y las llegadas. Y entretanto los dos caminantes solitarios no pensaban un solo instante en coincidencias, en esa corriente sumergida que se demora junto al codo de un hombre en toda multitud en toda ciudad. Ni consideraban que si un hombre se atreve a sumergirse en esa corriente sale con una maravilla en cada mano. Como la mayoría, se encogían de hombros ante tales locuras y se mantenían bien lejos de la orilla, no fuera que el Destino los arrastrara.

El desconocido estaba solo. Mirando alrededor vio su soledad, vio el agua de la hermosa bahía, vio el sol que se deslizaba por los últimos colores, y luego, volviéndose a medias, descubrió en la arena un pequeño objeto de madera. No era más que el delgado palito de un exquisito helado de limón, fundido hacía mucho tiempo. Sonriendo, recogió el palito. Con otra mirada alrededor, para confirmar su soledad, el hombre se agachó de nuevo, y sosteniendo suavemente el palito, con leves movimientos de la mano, se puso a hacer eso que sabía hacer mejor que ninguna otra cosa en el mundo.

Se puso a dibujar increíbles figuras en la arena.

Trazó una figura, y luego se adelantó, y todavía con los ojos bajos, totalmente fijos en su trabajo ahora, dibujó una segunda y una tercera figura, y luego una cuarta y una quinta y una sexta.

George Smith venía imprimiendo sus pisadas en la línea de la costa y miraba aquí, miraba allá, y de pronto vio al hombre. George Smith, acercándose, vio que el hombre, muy quemado por el sol, estaba inclinado hacia delante. Más cerca aún, y ya se veía qué hacía el hombre. George Smith rió entre dientes. Por supuesto, por supuesto... Solo en la playa este hombre —¿De qué edad? ¿Sesenta y cinco? ¿Setenta?— hacía monigotes y garabatos. ¡Cómo volaba la arena! ¡Cómo los disparatados retratos se confundían en la playa! Cómo...

George Smith dio otro paso y se detuvo, muy quieto.

El desconocido dibujaba y dibujaba, y no parecía sentir que alguien estuviese detrás de él y del mundo de sus dibujos en la arena. Estaba ahora tan profundamente hechizado por su creación solitaria que si unas bombas de profundidad hubieran estallado en la bahía, la mano volante no se le hubiera detenido, ni él hubiese vuelto la cabeza.

George Smith miró la arena y luego de un rato, mirando, se puso a temblar.

Pues allí en la arena lisa había figuras de leones griegos y chivos mediterráneos y doncellas de carnes de arena como polvo de oro y sátiros que tocaban cuernos tallados y niños que bailaban derramando flores a lo largo y a lo largo de la playa con corderos que brincaban detrás y músicos que se precipitaban a sus arpas y sus liras, y unicornios que llevaban a jóvenes a prados, bosques, templos en ruinas y volcanes lejanos. A lo largo de la costa, en una línea ininterrumpida, la mano, el punzón de madera de este hombre que se inclinaba hacia delante, febril, goteando sudor, iba y venía en curvas y cintas, enlazaba encima y arriba, adentro, afuera, hilvanaba, susurraba, se detenía, se apresuraba luego como si esta móvil bacanal debiera florecer del todo antes que el mar apagara el sol. Veinte, treinta metros o más de ninfas y criadas y fuentes de verano manaron en desenredados jeroglíficos. Y a la luz moribunda la arena tenía un color de cobre fundido donde ahora se había grabado un mensaje que cualquier hombre de cualquier tiempo podría leer y saborear a lo largo de los años. Todo giraba y se posaba en su propio viento y su propia gravedad. Ahora los pies danzantes teñidos de sangre de uvas de las hijas de los viñateros exprimían vino, ahora mares humeantes daban nacimiento a monstruos acuñados como monedas, mientras que cometas florecidas esparcían perfume en nubes que se llevaba el viento... ahora... ahora...

El artista se detuvo.

George Smith dio un paso atrás, apartándose.

El artista alzó los ojos, sorprendido, pues no esperaba encontrar a alguien tan cerca. Luego, inmóvil, se quedó mirando de George Smith a sus propias creaciones, extendidas como pisadas ociosas camino abajo. Sonrió al fin y se encogió de hombros como diciendo: Mira lo que he hecho, ¿has visto qué niño? Me perdonarás, ¿no es cierto? Un día u otro todos hacemos tonterías... ¿Tú también quizá? Así que permítele esto a un viejo loco, ¿eh? ¡Bien! ¡Bien!

Pero George Smith no hacía más que mirar al hombrecito de piel oscurecida por el sol y ojos claros y penetrantes, y al fin se dijo a sí mismo el nombre del viejo, una vez, en un susurro.

Los dos hombres estuvieron así quizá otros cinco segundos. George Smith con los ojos clavados en el friso de arena, y el artista observando a George Smith con divertida curiosidad. George Smith abrió la boca, la cerró, alargó la mano, la recogió. Dio un paso adelante hacia los dibujos, dio un paso atrás. Luego se movió a lo largo de la línea de figuras como un hombre que contempla una preciosa serie de mármoles de alguna antigua ruina caídos en la costa. No parpadeaba. La mano deseaba tocar, pero no se atrevía a tocar. George Smith quería correr, pero no corría.

Miró de pronto hacia el hotel. ¡Corre, sí! ¡Corre! ¿Qué? ¿Traer una pala, excavar, salvar un pedazo de esta arena que se desmenuza demasiado? ¿Encontrar un albañil, arrastrarlo aquí de prisa con un poco de yeso para sacar un molde de un frágil trozo? No, no. Tonto, tonto. ¿O...? Los ojos de George Smith se volvieron chispeando hacia su ventana en el hotel. ¡La cámara! Rápido, tómala, tráela, y corre a lo largo de la costa, y clic, clic, y cambia la película, y clic, hasta que...

George Smith se volvió hacia el sol, que le ardió débilmente en la cara. Los ojos de George Smith fueron dos llamas pequeñas. El sol estaba hundiéndose en el mar, y mientras él miraba desapareció del todo en unos pocos segundos.

El artista se había acercado y ahora contemplaba la cara de George Smith con mucha simpatía, como si estuviese leyéndole todos los pensamientos. Ahora asentía con breves movimientos de cabeza. Ahora el palito de helado se le había caído casualmente de los dedos. Ahora decía buenas noches, buenas noches. Ahora se iba, caminando playa abajo, hacia el sur.

George Smith se quedó mirándolo. Pasó un minuto, y luego hizo lo único que podía hacer. Partió del principio del fantástico friso de sátiros y faunos y doncellas que se bañaban en vino, y de unicornios, y de jóvenes flautistas, y caminó lentamente por la playa. Hizo un largo camino mirando la bacanal que corría libremente. Y cuando llegó al fin de los animales y los hombres, se volvió y caminó de vuelta en la otra dirección con los ojos bajos como si hubiese perdido algo y no supiese bien dónde podía encontrarlo. Siguió así hasta que no hubo más luz en el cielo o en la arena.


George Smith se sentó a cenar.

—Llegas tarde —dijo su mujer—. Tuve que bajar sola. Estaba hambrienta.

—No importa.

—¿Nada interesante en tu paseo?

—No.

—Estás raro, George. ¿Te alejaste mucho nadando y casi te ahogas? Te lo veo en la cara. Te alejaste demasiado de la costa, ¿no es cierto?

—Sí —dijo George Smith.

—Bueno —dijo Alice, mirándolo con atención—. No lo hagas otra vez. Vamos, ¿qué quieres comer?

George Smith volvió la cabeza y cerró los ojos un momento:

—Escucha.

Alice escuchó.

—No oigo nada —dijo.

—¿No oyes nada?

—No. ¿Qué es?

—Sólo la marea —dijo George Smith al cabo de un rato, sentado a la mesa, con los ojos todavía cerrados—. Sólo la marea que sube.


Ray Bradbury, "En una estación de buen tiempo" (1957),
en Remedio para melancólicos (1959).



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